
La voz de Aruna tiembla en el mensaje de voz como las hojas recién nacidas del árbol, mecidas por el viento. Vibrantes ante la explosión primaveral.
«¡¡Gracias, gracias y miles de gracias!!»- repite – y añade todo tipo de bendiciones divinas para sus benefactores. «Estáis haciendo realidad mis sueños».
El muchacho está pletórico, porque se le ha concedido algo tan infinito y tan simple a la vez como una oportunidad: la de estudiar salud pública en la universidad local, en su país, Sierra Leona.
Aprender. Formarse. Capacitarse. Son palabras que según donde uno nazca, pertenecen al vocabulario onírico o al de la normalidad.
Hace tiempo que aprendí que los que nacemos en esta cuna de oro que llamamos occidente no somos unos elegidos a los que Dios quisiera premiar con educación, alimento y comodidades.
Ni siquiera podemos dárnoslas de cultos, pues hay más sabiduría concentrada en una aldea indígena de cualquier rincón de este planeta que ninguna de nuestras prestigiosas universidades.
Hemos tenido y seguimos teniendo más oportunidades, muchas de las cuales heredamos de unos antepasados cuyas costumbres expoliadoras aún conservamos, aunque nos cueste reconocerlo.
Somos los hijos con estudios de los piratas de otros siglos, y mientras nuestros hijos sueñan con ser youtubers, influencers o futbolistas de primera división, los de los otros quieren estudiar salud pública, pero no pueden.
Quiero grabar un mensaje para Aruna, sin que me tiemble la voz.
Quiero darle gracias, gracias y miles de gracias, y desearle todas las bendiciones divinas posibles, por darnos esta oportunidad de hacer un poquito de justicia.
Gracias a él también mis sueños se van haciendo, poco a poco, realidad.