Un hermoso domingo de final de verano, “el veranillo de San Miguel”, la Feria del Libro por fin en su sitio, diríase que Madrid está poco a poco volviendo a su ser.
Si hay algo de lo que una se siente orgullosa viviendo en esta ciudad es de su histórica apertura al prójimo. Porque el que vive en Madrid es madrileño, digan las leyes lo que digan. Como la tierra siempre ha sido del que se la trabaja, la ciudad es de quien la vive, de quien camina por sus calles enredadas, y enriquece sus barrios con nuevos acentos y colores.
Madrid es de mi amiga Cata, que llegó desde Colombia buscando una oportunidad. Cata, que cada vez que volvía a casa de sus paseos, me hablaba emocionada de sus rutas urbanas, de cómo le sorprendía la arquitectura de una zona, o lo deliciosas que estaban las arepas que hacían en tal local.
No somos de cerrar puertas, sino de abrir ventanas y asomarnos a un balcón cargado de geranios.
Y tampoco somos de callarnos ante la injusticia o la barbarie.
Por eso el corazón se me ha encogido esta mañana al ver las noticias. Atónita observaba las imágenes televisivas que mostraban un grupo de “personas manifestándose” entre transeúntes aún más atónitos que yo, protestando contra todos menos ellos. Fuera maricones sidosos, fuera extranjeros que no son blancos. Fuera MENAS de nuestra ciudad.
En definitiva, fuera todos menos ellos. Sonaba tan ridículo como eso de “que se mueran los feos”.
Paseaban con la cabeza bien alta y gesto desafiante por las calles del centro. Echando culebras por la boca, humillando, insultando, despreciando a cualquiera que los increpara.
No sé qué habrán visto los demás. Lo que yo he visto ha sido al Mal así, con mayúsculas, paseando a sus anchas por nuestra ciudad, ante nuestras narices.
Dice José Antonio Marina en su “Biografía de la Inhumanidad” que uno de los primeros pasos que llevan a la barbarie es el de deshumanizar al prójimo. (no son personas homosexuales, sino maricones sidosos; no son niños que huyen de la guerra o el hambre, son MENAS…).
Quizá hemos vivido demasiado tiempo con la falsa creencia de que se necesita un loco maléfico para que se produzcan las guerras, las masacres, los genocidios. Pero no es así. Lo que sí es absolutamente necesario es una clase media “absolutamente normal”, ese tipo de clase media que se preocupa prioritariamente por su sustento y seguridad personal y que es capaz de todo con tal de no perderla. Sólo hay que convencerla de que el prójimo es un peligro. Y una vez convencida, no serán necesarias las armas ni los soldados, porque será la propia sociedad la que acabe eliminando a los que molestan.
La historia de la humanidad está plagada de ejemplos, de los que nos negamos obstinadamente a aprender. Sólo hace falta una cerilla, una triste cerilla para encender la llama del odio, una vez que el miedo se ha instalado como el mejor combustible en cada hogar.
Seamos clase media, no mediocre. No perdamos el sentido crítico ante las “proclamas absolutas” que sólo pretenden fomentar el odio, ni nuestra capacidad de entendernos y dialogar con el diferente, que, al fin y al cabo, es cualquiera que no sea “yo”, porque gracias a Dios todos y cada uno de nosotros somos tan únicos como iguales.
En lo que a mí respecta, mi puerta sigue abierta para todo aquel que quiera entrar, más aún si ha salido de un armario o de una tierra aún más hostil que esta.
